Colaboraciones

¿Gritarías?… (by @vdelatico_autor)

Era un día cualquiera, pero con una pequeña peculiaridad: para llegar al juicio, tenía que recorrer doscientos kilómetros.

Esta vez, un empresario había tenido la «genial» idea de despedir a una mujer al día siguiente de que esta le hubiera comunicado que estaba embarazada. «No aprenderán nunca. Maldita gente sin escrúpulos», se dijo a sí mismo cuando Flor lo informó de la noticia en su despacho.

Flor era una mujer joven y muy bella. Pelo largo, castaño y ojos de color miel.

—Buenos días, señor —lo saludó al entrar al despacho minimalista donde trabajaba Albert.

Por alguna extraña razón, la cara larga hasta los pies, el estado de nervios y los ojos cubiertos de lágrimas le hicieron sospechar lo que sucedía.

El despacho tenía poco más que lo necesario: una mesa blanca acompañada de una silla negra, cómoda y acolchada, un ordenador con dos grandes pantallas, un cuadro en el que podía leerse «Si nadie trabaja por ti, que no decidan por ti», el título de licenciado en Derecho por alguna universidad poco conocida, un par de sillas para los visitantes algo más sencillas que la suya y un sofá en un extremo de la sala.

—¿Buenos días? Cuénteme.

Y la chica explotó en lágrimas.

Tras el procedimiento habitual y un intento de acuerdo con la empresa, de esos en los que pretenden tomar por idiota al cliente y al abogado, llegó el día del juicio.

Albert se despertó tres horas antes de lo que estaba acostumbrado. Eran las cinco de la mañana. Entró en la ducha de su pequeño apartamento, situado en el centro de la ciudad, y se preparó mentalmente el juicio mientras disfrutaba del placer de sentir el agua caliente caer por su espalda. Al salir, se miró al espejo y, después de observar su cuerpo moldeado por las horas que se dedicaba a realizar deporte, se dijo: «Vamos a por esos cabrones». Una vez en el dormitorio, cogió de un cajón un bóxer negro ajustado y unos calcetines del mismo color. Se quedó mirando el armario y se decantó por unos vaqueros azul oscuro y una camiseta del mismo color que la ropa interior, también algo ajustada. No le gustaba vestir con el típico traje con el que iban la mayoría de los juristas a pasearse por los juzgados de todo el territorio nacional, como si de un uniforme de escuela pija se tratara, pero sí verse elegante a su manera. Por último, escogió una americana del burro que había en su habitación, lugar donde tenía ordenadas ese tipo de prendas. La elegida fue una algo entallada. Cuando estuvo listo, salió pitando por la puerta.

Durante el trayecto, la música heavy que sonaba por los altavoces de su coche logró que disfrutara de la carretera hasta llegar al lugar de la cita.

—Buenos días —saludó al guardia que vigilaba la entrada, quien ni siquiera le hizo pasar su maletín por la máquina de rayos X.

—Buenos días. Pase, no se preocupe.

Subió las pocas escaleras que daban a la planta principal y siguió el largo pasillo hasta llegar a la zona de ascensores. «Juzgados de lo Social, tercera planta», podía leerse en uno de los carteles que había encima. Allí estaba Flor. Había vuelto a esa ciudad por obligación.

Mientras esperaba que la secretaria judicial lo llamara para un nuevo intento de conciliación, alguien vino a saludarlo.

—¿Albert?

No podía creérselo. Era una compañera de la universidad a la que hacía muchísimo que no veía. De hecho, en aquella época habían tenido alguna historia de esas que, si no fueron novios, poco les había faltado. Salían a menudo, se divertían y follaban en cualquier parte.

—¡Sandra! ¡Qué sorpresa! —le respondió Albert entre sobresaltado, extrañado y excitado por el hecho de haberse encontrado con su amiga de la facultad.

—¿Qué haces por aquí?

—He tenido que desplazarme por un caso. ¿Y tú?

—Yo vivo aquí. Así que es habitual que me pasee por estos pasillos.

—Benditos pasillos —se le ocurrió decir para hacerle saber que estaba encantado de verla.

—Te veo al salir, que entro.

—Genial. Hablamos.

Sandra era una mujer espectacular: rubia, de ojos verdes y que, por lo que acababa de ver, seguía cuidándose bastante. Llevaba una especie de traje formado por una falda y una chaqueta a juego, de color oscuro, y en la parte de arriba, una camisa blanca muy ajustada. Al menos, ese era el efecto que producían sus grandes pechos colocados de manera perfecta con la ayuda del sujetador. Medias negras y zapatos de tacón completaban el atuendo de su excompañera de carrera.

La secretaria judicial los llamó y, tras una breve reunión con la otra parte, salieron de allí con más de lo que había pactado con Flor: despido nulo y una más que suculenta indemnización. Ahora, a ella solo le quedaba disfrutar del embarazo, y a él, esperar a que saliera de su juicio su vieja amiga.

—Eeeooo —se escuchó al otro lado del pasillo.

—¡A ti estaba buscándote yo! —clamó desde su posición el abogado, generando que el resto de las personas que se encontraban allí lo miraran extrañadas. No solía ser un lugar donde se presenciara ese tipo de comportamiento, pero el encuentro bien merecía la pena.

Se dirigieron hacia la zona de ascensores y dejaron que este se les escapara unas veinte veces al menos.

—No puedo creérmelo. ¿Tú casada? —se escuchó en aquel lugar de silencio sepulcral mientras esperaban reiteradamente el ascensor.

—Casada y separada —especificó Sandra, regalándole un guiño que pocas dudas dejaban para con sus intenciones.

Ahí, Albert se apoyó sobre el frío mármol que cubría la pared del elevador, se estiró por encima del hombro de su excompañera y continuó hablando:

—Pues me parece muy bien que estés separada.

—¿Y eso? —quiso saber Sandra, acercando su cara hacia la de él.

—Porque, si no, igual estaría un poco feo. ¿No crees?

—¿Un poco feo? ¿El qué? —siguió jugando Sandra a la vez que se humedecía el labio inferior con el de arriba, provocando que se le marcara todavía más el rojo del carmín que cubría su carnosa boca.

Albert terminó por romper el pequeño espacio vital que había entre los dos y la besó; un beso suave y pausado que lo hizo revivir aquellos años de universidad, donde los olores, los sabores y las sensaciones volvieron a aflorar en ellos.

—No sabes las ganas que me han venido de que volvieras a besarme cuando te he visto en ese pasillo.

—Pensé que jamás volvería a verte.

Mientras sus lenguas disfrutaban del rencuentro, sus bocas no paraban de hablar y recordar momentos vividos.

—Cuántas veces te habrás masturbado pensando en aquella vez que te la chupé en los baños de la universidad, ¿eh? Escuchando al otro lado cómo lloraba el imbécil de aquel compañero porque no había obtenido no sé qué nota. Y tú diciéndole: «No te preocupes, hombre, que hay cosas más importantes que un sobresaliente» —rescató del baúl de los recuerdos Sandra mientras ponía su mano encima del bulto ya considerable que tenía Albert bajo los pantalones.

Él hizo lo mismo tras resoplar por el contacto de la mano sobre su polla dura e introdujo la suya debajo de la falda de ella.

—Sí, y tú le dijiste: «Como que te la chupen» —añadió él, provocando una pequeña carcajada en Sandra.

Un grupo de personas con toga salió del ascensor y se quedaron extrañados por la escena. Al notar las miradas inquisidoras o lascivas —de todo había—, la abogada, nostálgica, cogió de un dedo a Albert e hizo que la siguiera hasta los baños. Estos no eran como los de un restaurante de lujo, pero para el momento les valía. Hacía mucho que no se veían, y ninguno de los dos tenía intención de posponerlo más. Azulejos blancos y lavamanos con grifería vintage era toda la decoración del lugar.

Lo empujó contra la pared, con la espalda apoyada en las baldosas, y le comió la boca, llevando ella el control total de la situación mientras él se dejaba hacer.

—Letrado, no sé yo si su propuesta me convence —le susurró al oído, simulando estar llegando a algún acuerdo prejudicial.

—¿Y qué propone usted, letrada? —le devolvió quien en ese momento parecía perder la negociación, puesto que tener su sexo sostenido por su colega de profesión lo dejaba en desventaja.

—No puedo pensar con claridad. —Le sujetaba el cuello por detrás y notaba el cabello inmiscuirse entre sus dedos.

—Y menos que va a pensar.

Le desabrochó el pantalón y, con una mano, lo dejó caer hasta las rodillas. Él, como pudo, hizo lo mismo con su camisa, solo que la notable diferencia en cuanto a la cantidad de botones que contenía cada prenda hizo que la tarea le resultara más complicada. Aun así, lo consiguió. Los pechos estaban cubiertos por un sujetador de tela gris, decorado por la parte superior de la copa con una blonda negra de encaje.

Él dejó escapar un resoplido tras descubrirlo.

—Entonces, ¿hay acuerdo? —le preguntó ella después de palpar la dureza que se marcaba bajo la ropa interior.

—Pero ¿había alguna propuesta? —le respondió Albert, entornando los ojos por el masaje que Sandra estaba regalándole a sus testículos.

—Harás una escapada de vez en cuando para verme, llevarme a cenar y follarme con esta polla que tengo bajo mi mano.

—Mmm… Es aceptable, sí. ¿Tiene alguna manera de convencerme, letrada?

Sandra levantó la mirada, le guiñó un ojo y le bajó la ropa interior negra hasta donde se encontraban los pantalones. Seguidamente, ambas prendas hasta los tobillos. Ante sus ojos, tenía ese falo duro como una estaca de hierro tal y como lo recordaba: perfectamente rasurado salvo algún pequeño adorno en la parte del pubis. Lo agarró con las dos manos y lo masajeó, descubriendo el glande morado en cada una de las pasadas. Volvió a mirarlo, pero él ya tenía los ojos completamente cerrados, así que lo azotó para que no perdiera detalle. Dejando la mano derecha sobre la nalga izquierda, la apretó, clavándole las uñas y provocándole pequeños gemidos. Con la izquierda, se embadurnó del propio fluido que manaba de la excitación de la polla de Albert y lo masturbó.

—Entonces, ¿qué? ¿Hay trato?

—Tengo que pensarlo. —Como pudo, le acarició los pechos desde arriba. Al cubrir uno de ellos, quedó ante sus ojos una imagen que lo puso realmente caliente: ella, de rodillas en el baño del juzgado, con la falda subida casi hasta la cintura y la camisa blanca desabrochada, con esa delicada piel que se predecía suave y la bonita lencería que tapaba solo la mitad debido a su habilidosa maniobra.

—¿Qué más quiere, letrado? —añadió ella, pasándose el glande por los labios.

—Quiero que grites. Como hacías entonces.

—¿Aquí, en las sagradas instalaciones? —Sandra rio.

—¿No gritarías si te follara encima del lavamanos después de arrancarte las bragas, poniéndote los dedos en la boca y azotándote las nalgas? ¿No lo harías si bajara y

perdiera mi cara entre tus piernas y me agarraras del pelo, controlando así la intensidad con la que te lamo? ¿Gritarías?¿Y si subiera y te comiera la boca? ¿Empapada? ¿No gritarías? ¿Y si me sujetara la polla y la pusiera rozando tu clítoris? ¿Y si te girara y tuvieras que apoyar tus pechos como pudieras sobre el lavamanos de este baño del juzgado y te embistiera? ¿Gritarías?

—Sí. Gritaría. ¡Gritaría mucho! —exclamó, excitada como nunca, sin dejar de saborear la polla que tenía entre sus labios.

Desde el otro lado de la puerta, en el pasillo de la zona de lo Social de ese juzgado, se oyeron unos gritos. Gritos agudos y secos, acompañados de gemidos y jadeos. La situación se les fue de las manos, pero poco les importó. Era la hora de cerrar y casi nadie quedaba por allí.

Al final, hubo acuerdo. Ella gritó y él tuvo que ir a visitarla de vez en cuando.

Hay quien dice que es mejor un mal acuerdo que un buen juicio. Pero, en este caso, el acuerdo fue más que satisfactorio.

El Vecino del Ático

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